jueves, 20 de agosto de 2015

CAPÍTULO 10- Con escopeta y zurrón.


Aún recuerdo el primer día que mi padre me llevó con él a cazar a la Serena. 
La noche anterior cuando estaba reponiendo los cartuchos en la canana y colocando en la hortera la tortilla de patatas, unas costillas fritas y algunos torreznos que mi madre había preparado para la comida del día siguiente mi padre levantó la cabeza y dijo:

-Echa alguna cosilla más que mañana nos acompaña el niño. 

Al oír aquello el corazón me dio un vuelco y una inmensa alegría invadió todo mi cuerpo. Estábamos a principio de los años 50 y yo apenas tendría seis o siete años.

Estuve ayudando a mi padre organizando el resto de los cartuchos mientras él engrasaba la escopeta y sacaba los leguis y las vendas que usaría al día siguiente.

Aquella noche no pude dormir y al despuntar el día ya estaba levantado esperando impaciente que llegaran las ocho que era la hora que en la que se habían dado cita todos los cazadores del pueblo, que no eran pocos.

A la hora señalada comenzaron a llegar a la puerta de "La Choncha" todos los participantes en la cacería:

El Vaquero, Rorro, el Jergo, Salvador y Angelito de Antoliano,
Manolito de la Reyes, Pizarro, Claudio, Triviño, mi tío Víctor, Caballero (padre), Antonio de Macandito, el Chato de Roque, Carnera y alguno más que en este momento siento no recordar.

Ese día habían decidido cazar la Serena así que la comitiva se puso en marcha por el camino del "Lejío". Al poco de pasar a la altura de la Fuente los cazadores abandonaron el camino y se abrieron en ala para iniciar la cacería.

Yo me coloqué a la derecha de mi padre un par de metros detrás de él. Manolito de la Reyes que llevaba un burro con aguaderas donde se habían colocado las talegas con la comida y una garrafa de vino continuó por el camino.
A los pocos minutos empezaron a saltar las primeras "rabonas" para alborozo de la cuadrilla. Antes de llegar a vía ya se habían matado tres o cuatro. A Pizarro se le fue una que le salió de los pies y tuvo que aguantar las bromas y risotadas de sus compañeros.

Nada más pasar la vía del tren se arrancó una liebre por delante de nosotros y yo empecé a gritar: ¡¡La liebre!!  ¡¡La liebre!!.
El animal se metió por entre unas retamas y cuando mi padre pudo dispararle ya iba bastante larga. Se vio perfectamente el polvo que levantó el tiro alrededor de ella pero ésta agachó las orejas y siguió corriendo.

-¡¡Venga Kiki  que le he dado!!- le gritó mi padre a nuestro perro.
El perro corrió tras la liebre hasta que lo perdimos de vista cuando se ocultó detrás de un cerro.

Seguimos andando y yo, con mi ignorancia de novato, recriminé a mi padre que no esperásemos allí el regreso de Kiki.

-No te preocupes que él sabrá encontrarnos- me contestó.

Ya ya iba un poco cansado y además tuve la mala suerte de pincharme con unos cardos. Cuando mi padre me vió cojear me dijo que me fuera con Manolito y me subiera en el burro.

Le obedecí si rechistar y a los pocos minutos estaba todo feliz contemplando desde encima del burro los bonitos lances con los que se estaba desarrollando la jornada de caza. Además Manolito de la Reyes era una persona que me caía muy bien y me hacían mucha gracia sus chascarrillos y ocurrencias.

Íbamos campo a través más o menos por el centro de la cuadrilla cuando me llevé un buen susto pues de entre los pies de burro salieron unas cuantas perdices que hicieron un enorme ruido al iniciar el vuelo.

-¿Te has dado cuenta, Manolo?, mi burro es mejor y levanta más caza que muchos de esos chuchos que llevan los "cazaores"- comentó
con aquella tranquilidad que tenía al hablar.

Yo me reí con su ocurrencia y pensé que posiblente tendría razón.

A lo lejos oí la voz de mi padre que gritaba:
¡¡Mira Manolo, ya regresa el Kiki!!
Cuando vi al perro me llevé una gran alegría porque, además, traía en la boca la liebre. 

Kiki era un pequeño perro marrón cruzado de podenco y otra raza desconocida que se lo había regalado a mi padre, junto a una hermana suya llamada Curra, su amigo Damián  "el Mona". A los dos perros tanto mis hermanos como yo les teníamos un gran cariño.
La mañana fue pasando poco a poco y nosotros cada vez recibíamos más visitas de los que traían las liebres a las aguaderas del burro y, de paso, refrescaban la garganta con un buen trago del vino de la garrafa. Había algunos que venían hasta sin liebres.

Manolito me iba diciendo los los nombres de la fincas por las que pasábamos: Valle Hondo, Matasanos de Arriba, Matasanos de Abajo, Jatolobo, la Gilera....

Al llegar al arroyo de Benquerencia me bajé del burro y corté un par de adelfas que posteriormente  servirían para construir mi primera herramienta de caza.

Por fin llegamos a la huerta del Colmenero que era el sitio elegido para comer ya que había abundante agua. Cada cazador sacó su fiambrera y, entre agradables charlas y comentarios sobre los lances que habían ido sucediendo, comenzaron a comer.

Había la costumbre de que el que llevaba menos piezas tenía que repartir el vino al resto de compañeros. Ese día tuve el honor de que me nombraran a mí para hacerlo. Disfruté una barbaridad porque cada cazador me decía algo simpático además de ofrecerme algún "detallito" de su fiambrera. 

Luego me puse a jugar con los perros. Kiki me seguía a todos lados celoso de que me acercara a los otros canes. Me encantaron por lo bonitas que eran dos setters hembras que tenían Roro y el Vaquero.

Una vez que se repusieron las fuerzas la cacería continuó ya de regreso al pueblo. Mi padre le dijo a Manolito que, como nos caía de camino me enseñase la mina de la Gamonita(Somoza). Cuando llegamos a ella me pareció de una altura increíble. Hacía abajo
había como un enorme pozo al que tiré unas cuantas piedras para tratar de averiguar su profundidad que debía de ser grande ya que desde que lanzaba la piedra hasta que oía el ruido de su choque con el agua pasaban varios segundos.

Manolito me asustó cuando me dijo que, según rumores, en tiempos de la Guerra Civil ejecutaban a las personas lanzándolas por el agujero.

Reanudamos el camino y llegamos a la puerta de la Choncha con las aguaderas repletas de liebres y perdices. La garrafa del vino y las talegas vacías.
Allí se contaron las cazadores y se hicieron en el suelo el mismo número de montones con las piezas cazadas.

Rorro sacó una hoja de un  calendario caducado y fue colocando sus números, después de doblarlos cuidadosamente, en una gorra. Cada cazador pasó a recoger el suyo  y guardó en su zurrón las piezas que le habían tocado.

Cuando empezábamos a andar ya cada uno para su casa me llevé una gran alegría. Antonio, el carpintero, se acercó a mí y me dijo:
-Manolo. ¿No llevas nada?
-Yo si, mira- le contesté enseñándole mis dos ramas de adelfa.
-Toma ésto que seguro que te va a gustar más. 
Sacó la mano que tenía detrás de su espalda y me dio un perdigón vivo que sólo tenía la punta de un ala rota.


Nada mas llegar a casa mi madre le cortó el par de plumas que le colgaban y le echó un poquito de alcohol. Lo metimos en un jaulón con trigo y agua. 
Se acostumbró a su nueva vida y estuvo con nosotros bastantes años.



Con lo que había disfrutado ese día y procediendo de una familia de cazadores estaba bastante claro cual iba a ser mi afición favorita así que, al día siguiente, cuando vine de la escuela cogí una navaja y corté una rama en forma de v de las adelfas que me había traído de la Serena. Le quité la corteza y le hice unas muescas en la parte superior. Recuerdo que mi madre me regañó un par de veces diciéndome que me iba a cortar. Mi padre no me dijo nada pero observaba lo que estaba haciendo.

Por la tarde mi padre se marchó al molino de la Rana y desde allí al casino del Teco a tomarse, como hacía cada día, unos vinos con los amigos. Yo no sé como como lo consiguió pero cuando regresó por la noche me trajo un trozo de la cámara de moto o coche de la que pude cortar unas tiras para mi primer artilugio de caza.


Ya con las gomas preparadas me mandó a la casa de Luis el Cartero para que me diese un trozo de cuero o badana. Por la tarde ya tenía el arma preparada. Sólo faltaba probarla.
Hice un buen acopio de chinatos y comencé a disparar a todo lo que veía en el corral. La cosa funcionaba y mi puntería mejoraba por momentos. 
Mi madre me llamó para merendar una rebanada con la nata de la leche y azúcar. 
¡¡Qué cosa más rica!!

Ya era tarde y tuve que dar el entrenamiento por acabado.
A primera hora de la mañana siguiente ya estaba yo camuflado entre las dos higueras y el olivo que había en el huerto de mi corral dando buena cuenta de los incautos volantones que se paraban en ellas y algún que otro tordo que venía a picotear los higos.

En unos cuantos días los tiradores(tirachinas) se habían puesto de moda en el pueblo y, raro era el mozalbete que no se había construído el suyo.

Además de para cazar gorriones, palomas o tordos servían para entretenernos haciendo otras cosas: 

En muchas casas del pueblo había macetas con claveles y geranios en las ventanas de los doblados y nosotros les disparábamos hasta
que conseguíamos romper alguna rama con flores para que cayese a la calle.

También eran una tentación las bombillas del alumbrado público que sobresalían de las fachadas. Alguna que otra se rompió en aquella época  pero como intervenían los municipales Carnera y Antonio María buscando a los culpables aquella costumbre fue cayendo en el olvido.

También se pusieron de moda los arcos de flechas que en un pricipio hacíamos con varas de acebuche verde tensándolas con una cuerda. 

Luego llegó una innovación que supuso un gran adelanto para la eficacia del aparato: Las varillas de los paraguas viejos. 
Con una se hacía el arco y a otra le sacábamos punta para convertirla en flecha.
¡¡Las de puertas de madera que nos sirvieron de diana y cuántas broncas nos llevábamos por agujerearlas!!.

Pasaron unos cuantos años cuando un buen día llegó mi padre con su moto Guzzi de Castuera. Me llamó porque yo estaba en el patio jugando con mi amigo Víctor.
-¡¡Ven Manolo!!. Mira lo que te he traído.
Me acerqué rápido y al ver lo que había encima de la mesa los ojos se me pusieron como platos. 
¡¡Una escopeta de plomos!!
Sacó del bolsillo dos cajas de balines y dándomelas dijo:
-Anda, ve a probarla pero ten cuidado que esto no es un tirachinas y puede hacer bastante daño.
Loco de contento salí al patio y me entretuve practicando con ella hasta que mi madre me llamó para comer.
La escuela de la tarde se me hizo eterna porque estaba deseando seguir practicando el tiro.

Aproveché el fin de semana para hacer las primeras perchas de gorriones en las higueras que había debajo de la carretera. 
A medida que pasaba el tiempo iban aumentando los lugares de caza. Los morales, algunos corrales como el de Eugenio o el de la Otilia y, sobretodo, el tejado del Ayuntamiento eran los sitios preferidos. 
Hoy serían impensables escenas como esta:
Muchas veces cuando oían los disparos el alcalde(mi tío Víctor Tena) o algún municipal se asomaban al balcón y nos preguntaran que cuántos llevábamos(digo llevábamos porque siempre me acompañaba algún amigo). 
Más de una vez bajaban y les tenía que dejar la escopetilla para que dispararan ellos.
¡¡Qué tiempos!!
Sólo me faltaba dormir con la escopeta. 

Para no gastar balines habíamos comprado unas flechas de colores con punta metálica con las que disparábamos a dianas que hacíamos con alguna madera que encontrábamos o directamente en las puertas falsas que estaban fuera de la vista y el oído de sus dueños.

En el patio de mi casa ya era el colmo. Mis hermanos y yo agujereábamos las hojas de la parra, los racimos de uvas, las flores de las macetas. Cómo tendríamos a mi madre de harta que una tarde después de echarnos una bronca monumental cogió la escopetilla y la tiró al pozo.

Pasaron unos cuantos años y una mañana me dijo mi padre que le acompañara a Castuera.
Cuando llegamos al pueblo vecino recuerdo que tomamos café en La Raspa y luego nos encaminamos a la ferretería de Donoso.
-Buenos días Eduardo. Enséñanos alguna escopeta que le vaya bien al muchacho-dijo mi padre nada mas entrar en la tienda.
Me dio un vuelco el corazón porque no esperaba que ese fuese el motivo de nuestro viaje.

Eduardo, al que yo conocía porque algunas veces cazaba con mi tío Juan en Benquerencia, me miró y guiñándome un ojo se marchó para adentro.
A los pocos segundos salió con dos escopetas. Una del 20 y otra de 12 milímetros.
-Éstas son las ideales. Podéis elegir- dijo Eduardo.
Mi padre estuvo mirándolas y apuntando con ellas para ver el encare que tenían.

Al final se decidió por la de 12 milímetros diciéndome que la otra era un calibre muy grande que daría demasiado culatazo a mi, por aquel entonces, diminuto cuerpo.
Bajamos al cuartel de la Guardia Civil a hacer la guía de pertenencia a nombre de mi padre y regresamos en el "Servicio" a Benquerencia. Después de comer llegó a mi casa Manolo(el Gordo de Belmonte) y los dos salimos a probar la escopeta por el camino de la Muña. Probé disparando al nudo de un tronco de una higuera de Severino y le acerté de pleno.

Luego cogimos el camino del Andaque porque pensábamos ir al horno de Ignacio. A lo lejos oímos los ladridos de un perro y a los pocos segundos vimos una liebre que venía corriendo de cara a nosotros. Yo me quedé como petrificado. Al llegar a nuestra altura le disparé y vi que el animal se encogía y seguía su carrera. El Gordo empezó a correr detrás de ella. A unos doscientos metros se paró en seco. Vi como se agachaba y alborozado me enseñaba la liebre.

Contentos regresamos al pueblo y subimos la Calleja como si de una procesión se tratara ya que, al ver la liebre, se habían unido a nosotros un montón de críos que estaban jugando a fútbol en la carretera.

Fueron pasando los años y la escopetilla seguía dándonos satisfacciones.

Mi amigo Jesús de Alejandro tenía en aquella época un seiscientos con el que, cuando llegaba la primavera hacíamos verdaderos safaris de "cogutas" y trigueros. Salíamos por la carretera del Campo y recorríamos primero el camino del horno de Ignacio.
Luego regresábamos y nos íbamos por el de Fanjo. La piezas a cazar eran las "cogutas" que estaban paradas en las inmediaciones del camino y los trigueros que abundaban por la zona tomando el sol en la parte alta de los arbustos y encinas aprovechando el sol primaveral. 

El tope de cartuchos que nos había puesto mi padre era una caja de cincuenta. Siempre los acabábamos y regresábamos al pueblo más o menos con ese número de piezas ya que si había algún fallo, que
era difícil, otras veces caían un par de "cogutas" o trigueros de un mismo tiro. Por la noche hacíamos una fritada en el casino de la Micaela o en el del Churrero a la que asistían todos los amigos del grupo.
Otros de los sitios favoritos a los que íbamos por las tardes con mucha frecuencia el amigo Juanillo(Juan Calderón) y yo era "La Raja" situada en la parte trasera del castillo, en el Manzanar.
Allí nos distraíamos disparando a las grajas, palomas, tordos y aviones que venían a pararse en la parte alta del roquedo.
 También cazábamos en el castillo y por la zona de las Casitas Llanas que era lugar donde solían pararse los palomos de D. Agustín o de Manuel Gómez(el padre de la Vicenta).

-¡¡Si la escopetilla hablara, Juan!!..... 
 Habría tema para un par de libros.

Cuando llegaba la época de la tórtola hacíamos unos aguardos o especie de chozos al lado de las lagunas y humedales del pueblo(Laguna de la Dehesa, laguna de Balcón, Fanjo, Rando, Abrevadero, Pozo Luis, lavadero de Castellán...) donde pacientemente esperábamos que entraran las avecillas.

También cazábamos codornices en los campos de trigo del Andaque y Fanjo usando un pito para acercarlas e incluso, en tiempos de D. Víctor, el maestro, una codorniz hembra enjaulada. Mi escopetilla de 12 mm. sustituía a la tradicinal red empleada en este tipo de lances.
Pasaron otros cuantos años y una mañana mi padre como casi cada día bajó a Castuera con un caballo colorado que tiempo atrás le había comprado al Guardilla. Al medio día nos extrañó un poco verlo regresar en el taxi de Pedro Periquillo. Le preguntamos por el caballo y él nos contestó:
-Lo he cambiado por ésto- y desenvolviendo un paquete envuelto con hojas de periódico sacó una escopeta, un zurrón y unas cananas llenas de cartuchos.
Pero ¿para qué quiere una escopeta del 16 si ya tiene la suya?-le pregunté yo.
-No, Manolo, esta escopeta es para tí, la otra ya se te ha quedado pequeña- me contestó un poco emocionado.
Así llegó a mis manos la escopeta con la que estuve cazando en el pueblo hasta que marchamos a Barcelona.

Ya era mayor de edad y los más jóvenes formamos nuestra propia cuadrilla aunque muchas veces seguíamos cazando junto a los veteranos
La nueva cuadrilla estaba formada por Juanillo, Frutos del Vaquero, Jaime , Santiaguín, Pepe Luis, Joselín, mi hermano Emilio y algunos más que siento no recordar en estos momentos.

Eran famosas "las puertas" que se daban tanto en la Solana como en la Umbría casi siempre con buenos resultados.

La mitad de los cazadores se colocaban 600 o 700 metros por delante y los otros avanzaban  haciendo ruido para levantar las perdices y liebres  para que se dirigieran hacia ellos. En la puerta siguiente se cambiaban los protagonistas los que habían estado delante se colocaban atrás y viciversa.
Eranespectaculares les tiradas de tórtolas que hacíamos tanto en la Dehesa como en el Arroyo de Benquerencia. 
Aunque también se cazaba de mañana casi todos preferíamos la tarde. Después de comer nos encaminábamos a los cazaderos donde permanecíamos hasta la caída de la tarde regresando con los ganchos llenos de estas pequeñas aves tan difíciles de abatir por la rapidez y los quiebros que hacían en pleno vuelo.

Los cartuchos se compraban en la ferretería Donoso de Castuera y, como eran bastante caros, mi padre decidió adquirir los utensilios necesarios para recargarlos.
La pólvora Águila venía en unas cajas rojas de 250 gramos. Luego había que comprar los pistones, tacos, perdigones del seis o del siete y unas tablillas de cartón circular para poner al final de la vaina.
El proceso era sencillo pero meticuloso: Primero se sacaba el pistón del cartucho viejo y se ponía uno nuevo. Luego se calibraba la vaina para que su forma fuese perfecta. A continuación poníamos una medida de pólvora, el taco, los perdigones y una tablilla numerada. Al final se rebordeaba con una pequeña máquina y el cartucho estaba terminado. Salían a mitad de precio que los nuevos. 

¡¡Cuántas horas habremos pasado en el doblado de casa recargando con mis hermanos y amigos!!

Por desgracia nuestras auténticas tórtolas han sido sustituídas por las "turcas" que para un lance de caza no se parecen en nada a las primeras. En vez de tórtolas turcas habría que llamarlas tórtolas "tontas".
Otro tipo de caza que ya se practicaba en aquella época era la del reclamo con perdigón.
Recuerdo que ya de pequeño me llevaba mi padre con él al puesto con su jaula en la espalda y la escopeta en la mano. 

La preparación del chozo y colocación del pájaro en el "pulpitillo" era todo un ritual en el que cuidaba los mínimos detalles.

Yo miraba desde dentro como mi padre ponía la jaula, quitaba la mantilla, hacía unos cuantos chasquidos con los dedos en dirección a la jaula y, con paso lento, andando hacia atrás, se ocultaba en el puesto. 

Procurando no hacer ruido cargaba la escopeta y metía los cañones por la "tronera". 
A los pocos segundos el perdigón empezaba a cantar y si había alguno de campo en las proximidades le contestaba y se establecía entre ellos una especie de batalla o pique. 

Las primeras veces que le acompañé mi padre me explicaba al oído los diferentes cantos de los perdigones: jácara de buche, desafío, piñoneo, recibir...
Cuando alguno de campo se acercaba me hacía una señal y yo miraba por algún agujero para verlo. Un certero disparo acababa con el lance.
Yo, no sé por qué, nunca me aficioné a esta modalidad de caza pero, en cambio, mis hermanos Luis y Emilio si que continuaron su afición a ella transmitida por nuestro padre cuando éramos unos críos.

También se cazaba con una perdiz a la que le habían puesto dentro de la jaula un pollito de pocos días para que lo "adoptara". Cuando se llegaba al puesto se le sacaba el pollo y la hembra comenzaba a cantar. Si había algún macho en celo que la oía acudía a su canto y se encontraba con la sorpresa del cazador en el aguardo.
Mi padre(Emilio Tena Vances), mis tíos Juan y Víctor, Santiago(Rorro), Salvador y Angelito de Antoliano y el Vaquero eran grandes aficionados a esta modalidad de caza.
Mis tres escopetas de toda la vida: Beretta,16 y 12mm. 

Hay algunas especies  que ya no se cazan en nuestro pueblo o están casi en el olvido. 
En cambio hay otras que no se les daba  importancia y ahora son una parte importante dentro del calendario cinegético local.
Empecemos por las primeras:

ALCARAVANES

A mediados de los cincuenta siendo yo un crío ya acompañaba  a mi padre  a cazar estos animales.
Recuerdo que nos levantábamos muy temprano ya que antes de venir el día había que estar en el "Lejío" que era el lugar a donde venían los alcaravanes procedentes de la Serena.

Normalmente eran ocho o diez cazadores a muchos de los cuales le acompañaba alguno de sus hijos de corta edad. A Salvador de Antoliano le acompañaba Salvi y Miguel Ángel, a Santiago su hijo Jaime...
Al llegar al cazadero los cazadores hacían una hilera paralela a la vía del tren separados cuarenta o cincuenta metros.


Los primeros animales empezaban a pasar cuando todavía era casi de noche y había que estar muy atento para verlos y dispararles.
Luego todo sucedía muy rápido. Se formaba un tiroteo enorme con continuas carreras, sobre todo de los jóvenes acompañantes, para recuperar las piezas abatidas.

Eran unos animales que como cayeran alicortados te veías negro para cogerlos pues con sus largas patas alcanzaban una velocidad increíble.

En quince o veinte minutos teminaba caza y regresábamos al pueblo contando cada cual los lances que habían vivido.

Posteriormente los alcaravanes cambiaron de sitio y empezaron a pasar más a la derecha, enfrente del olivar de Melquiades.

CORTEZAS

En los días de invierno en los que soplaba mucho viento era una costumbre común salir por las Delicias escopeta en ristre y dirigirse a la sierra y apostarse a los lados de los puertos para esperar el paso de las cortezas. Las ráfagas de viento hacía que volaran a ras del suelo y buscaran los sitios de menor desnivel para cruzar la sierra en uno o en otro sentido. Por la mañana pasaban de la Serena a los llanos de Benquerencia y por la tarde al revés. 
Se producían unos lances increíbles debido a la enorme velocidad con que volaban. Pasaban en pequeños bandos y muchas veces se daba el caso que disparabas a la primeras y caía alguna de las últimas.
Era bastante difícil abatirlas

PITORRAS Y PITORRINES

Cuando  se cazaba la humbría solían abatirse algunas pitorras (becadas) por las zonas de la pedriza de la Clemorisa y los castaños de Canela. Eran muy apreciadas por su exquisita carne. Los pitorrines era relativamente abundantes en los humedales y en la Serena. En si no se les buscaba pero si salían se les disparaba.
SISONES
Estos animales abundaban en la Serena y también había algunos en la Dehesa y el Andaque. Formaban pequeñas bandadas y era bastante difícil poder llegar a ellos. En cada jornada de caza lo normal era que se matase alguno.

AGUANIEVES
En la época que yo cazaba con mi escopeta de 12 milímetros cuando llegaba el invierno y las aguanieves hacían su aparición las cazábamos  recorriendo varios kilómetros de la vía del tren a la altura del "Lejío" en dirección al Quintillo aprovechando los numerosos terraplenes de la vía que nos servían para sorprenderlas
ya que eran unas aves con una extraordinaria vista a las que era imposible acercarse en campo abierto. 
Algunos pastores las cazaban cuando iban caminando al lado de alguna caballería ya que entonces no se espantaban tan lejos y permitían que se les disparara.
Otros utilizaban pequeños anzuelos de pescar atados con un sedal y clavado al suelo con una estaca en los que ponían una lombriz.

CONEJO CON HURÓN

Otra modalidad que se practicaba en aquellos tiempos era la caza del conejos con hurón.
Yo desde pequeño estaba acostumbrado a ver hurones en mi casa aunque el experto en estos animalillos era mi tío Juan que siempre tenía en su domicilio un buen número de ellos para disgusto de mi tía Felicidad y de mi abuelo Manuel(el Correíllo).

A lo largo de la sierra, tanto en dirección Castuera como para Castellán, había numerosas "conejeras" que estaban perfectamente localizadas por los cazadores del pueblo.

El número de participantes en una jornada de caza con hurón solían ser de tres a cinco personas que se colocaban al lado de cada una de las bocas o salidas que tenía la conejera. 

Después de colocarle un pequeño cascabel se introducía el hurón por la boca principal y, si había conejos dentro, a los pocos segundos comenzaban a salir al exterior con una rapidez asombrosa. A mí me parecía increíble que los cazadores les acertaran con bastante frecuencia y que nunca se dieran un plomazo entre ellos ya que muchas veces disparaban al conejo entre los pies de otro cazador. 

 LIEBRES Y CONEJOS AL AGUARDO
 Otra modalidad empleada en el pueblo era cazar liebres y conejos al aguardo.
Los aguardos de la liebre se hacían en las noches de luna llena. Los lugares preferidos eran las lagunas que había por los aledaños del pueblo: Balcón, Dehesa, Maravilla.....

A la caída de la tarde el cazador se apostaba al lado del agua y pacientemente esperaba la llegada de alguna liebre. Entre dos luces era la hora preferida para beber de las rabonas pero otras veces lo hacían más tarde. Sobre las doce de la noche solía terminar el aguardo y el cazador, si había habido suerte, regresaba a casa con la comida asegurada para el día siguiente.

En cuanto al conejo el sistema de caza era parecido al de la liebre.
El cazador se apostaba al lado de la madriguera y en silencio absoluto esperaba que los pequeños animalillos saliesen de ella para dispararles.

Yo muchas veces me iba con mi padre porque las "conejeras" la mayoría de las veces estaban cerca del pueblo y me encantaba oír los "zapatazos" que daban dentro de ella antes de salir.
Los sitios preferidos estaban por toda la sierra en ambas direcciones aunque a mí el que más me gustaba era una enorme piedra que había en el Pocillo encima de la cual nos apostábamos y veíamos salir los conejos por debajo de ella.
Este tipo de caza solía practicarse por la tarde ya que entre dos luces era cuando los animales solían abandonar sus madrigueras.

Yo de mayor nunca fui a estos aguardos ya que me molestaba tener que estar tanto tiempo en silencio y no encontraba emoción en el lance del disparo.
En la época a que se refiere este capítulo no había monterías ya que el monte no estaba tan cerrado como en la actualidad y la población de jabalíes era bastante escasa.
Para cerrar el capítulo quiero recordar tres tipos de caza sin escopeta que en aquellos tiempos estaban permitidos:

LAGARTOS

El "ir de lagartos" entre los jóvenes benquerencianos era como una especie de excusa para pasar un día en el campo disfrutando con los amigos y dándose un buen bañito en las tablas de agua del arroyo Mejaral.
Normalmente la cuadrilla estaba formada por cinco o seis amigos que salíamos a primeras horas de la mañana perchetrados con buenas viandas para reponer fuerzas, el correspondiente vino, agua, una palanqueta, un zacho y un gancho de alambre. Llevábamos un burro con sus correspondientes aguaderas y  casi siempre nos acompañaba algún perro especializado en detectar a los pequeños reptiles.

Nada más pasar la vía del tren se empezaba la búsqueda de agujeros y piedras donde se cobijaban los lagartos. El perro se encargaba de decirnos si dentro de los agujeros o debajo de las piedras había algún animal. Si el can comenzaba a escarbar con sus patas entraban en acción el zacho, el gancho o la piqueta y en un par de minutos el reptil estaba descansando dentro del cubo.
En un par de horas el cubo estaba lleno y se daba por terminada la cacería. 
Nos dirigíamos al arroyo donde nos dábamos un buen baño y comíamos a la sombra de las adelfas.
Una vez repuestas las calorías perdidas iniciábamos el regreso hacia el pueblo divirtiéndonos con los chascarrillos y ocurrencias que cada uno iba contando en voz alta. De vez en cuando el perro nos avisaba con sus ladridos de que había encontrado algún lagarto y acudíamos rápidamente a su captura.
Al llegar a la fuente del "Lejío" hacíamos una parada bastante extensa para limpiar los animales cazados de los que sólo se aprovechaba la parte central de su cuerpo. Tenían una exquisita carne blanca, como la de las ranas. Por la noche daríamos buena cuenta de ellos en alguno de los bares del pueblo.

RANAS

Cuando llegaban los calores del verano estaba muy arraigada en Benquerencia la costumbre de "ir a ranas". 

Recuerdo que, siendo yo un crío, veía salir por la noche a Ñoño, Carnera, Manolo, Angelito y Salvador de Antoliano pertrechados de unas palmetas de tabla, un par de carburos y unos cubos. Se dirigían a alguna de las lagunas existentes en la inmediaciones del pueblo en las que había siempre una gran cantidad de ranas. 
Al llegar encendían el carburo y desalumbraban a los pequeños batracios que se quedaban inmóviles unos segundos. Un certero palmetazo y el animalillo pasaba a descansar dentro del cubo. Se lo pasaban de maravilla ya que siempre terminaban llenos de barro y con alguna que otra caída al agua debido a lo resbaladizo que estaba el terreno que pisaban. Cada cierto tiempo paraban a descansar y darle un buen trago a la botella de vino que siempre les acompañaba. Todos se partían de risa con los numerosos chascarrillos que Ñoño contaba. Recorrían un par de lagunas y regresaban a Benquerencia con un buen número de ejemplares en los cubos.
Al día siguiente se reunían en el bar de la Micaela y se daban un festín con las apetitosas ancas de rana.
Años más tarde éramos los de mi generación los que hacíamos esas salidas con el único cambio del carburo por una linterna.

CORRER PERDIGONES EN LA SERENA

En los meses de julio y agosto las nuevas polladas de perdigones ya estaban bastante crecidas y era la época que algunos mozalbetes benquerencianos tenían la costumbre de, en grupos de cuatro o cinco, bajar a la Serena para tratar de coger algunos que al año siguiente servirían de reclamo para cazar desde el puesto.

Yo sólo fui en un par de ocasiones porque tengo que reconocer que carecía de las condiciones necesarias para atrapar a los rápidos y
escurridizos perdigones. Este tipo de caza era muy sencillo. Al pasar la vía del tren el grupo se abría en ala dejando un hueco de treinta o cuarenta metros entre cada cazador. Cuando se levantaba la bandada los participantes emprendían una veloz carrera en la misma dirección que llevaban los animalillos.

Cuando se llegaba a la zona donde se habían parado se aminoraba el paso aguzando la vista por si alguno se quedaba aplastado y camuflado en el suelo. Lo normal era que dieran otra o varias volantadas con las consiguientes carreras de los perseguidores. 
Si había suerte cuando ya estaban agotados por el cansancio se podía coger algún que otro ejemplar que se guardaba debajo de la camisa con las consiguientes precauciones para que no se ahogara con el calor.
Luego se recomponía la cuadrilla y se colocaban otra vez en ala para tratar de levantar otro bando e iniciar nuevas carreras.

A mí me llamaba mucho la atención la facilidad de mimetismo con el terreno que tenían los perdigones. Recuerdo que una vez vimos a una perdiz con sus polluelos de pocos días. Corrimos en su dirección y el animal levantó el vuelo. Tratamos de encontrar a los
pequeños. Sabíamos que estaban en un contorno de unos cuantos metros cuadrados. Pues nada. Fue imposible. No vimos ni uno. Aunque eran muchos los mozalbetes que en aquella época iban a perdigones quiero mencionar a tres que tenían una habilidad especial para correr entre los afilados riscos de la Serena sin hacerse polvo las piernas y que además eran unos verdaderos atletas capaces de aguantar las numerosas carreras que hacían bajo el sol abrasador de julio y agosto. 

Me refiero a Pepe de Belmonte, Pepe Luis de Pizarro y mi hermano Emilio.

¡¡Qué tiempos aquellos!!

(Capítulo abierto para el que quiera colaborar con alguna foto o comentario sobre aquella maravillosa época de nuestras vidas)
FOTOS


Reparto de caza en el Pozo Luis año 1986

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