lunes, 10 de agosto de 2015

CAPÍTULO 19-¡¡Yo aprendí de los luceros!!


Angelillo era un niño de Benquerencia que tuvo la inmensa suerte de que su infancia y juventud no fuera como la de los demás. 

Con poquitos años tenía que abandonar el pueblo y acompañar a sus padres y hermanos a una finca, para él muy lejana llamada Cabeza del Águila, donde se ganaban la vida como pastores. 

El viaje era siempre tranquilo y apacible aunque un poco cansado. Además bastante barato y no había que sacar billetes de primera, segunda o tercera clase ya que el vehículo que los transportaba era la vieja burra Lela que nunca se quejaba aunque siempre la
cargaban a tope y con alguno de los pequeños encima de ella.

A una media hora de camino se encontraba el Arroyo Benquerencia que era un punto esperado con impaciencia por Angelillo ya que nunca se sabía la dificultad que encontrarían para poder cruzarlo.

Con el tiempo bueno no había ningún problema porque  prácticamente no llevaba agua y dando unos saltitos de piedra en piedra ni te mojabas los pies.

Lo malo era en otras épocas del año en el que venía crecido y la Lela, que le tenía pánico al agua, no quería pasar ni a tiros. 

Un año cuando cuando iban cruzándolo y la burrita estaba ya en medio del arroyo se espantó dando un brinco que descabalgó e hizo caer al agua a la María(madre de Angelillo). Cuando la sacaron a la orilla y pasó el peligro todos todos soltaron una carcajada y se abrazaron.

Contando chascarrillos y peripecias llegaron a los chozos, descargaron la burra y cada uno se dirigió a sus obligaciones.


En la majada, cada familia solía tener de dos a cuatro chozos. El más grande para dormir el matrimonio y los hijos pequeños; otro para los hijos mayores; otro para cocina y despensa, mientras que había quien tenía otro para guardar la ropa y demás apaños.

Ya de muy pequeño Angelillo aprendió de su padre la técnica para construír un chozo:

Se comenzaba haciendo un círculo en el suelo con una aguja grande de madera y una cuerda, en torno al cual se clavaban de seis a doce estacas (según el tamaño que se le quería dar)donde se atarían después las  piernas del chozo, y posteriormente se conforman el aro de arriba y el aro de abajo. Con esos elementos, ya se podía empezar a vestir el chozo. Para ello se necesitarían  una buena cantidad de manojos de bálago, juncos o paja de centeno.

Rafael, el padre, se encaminó hacia el rebaño de ovejas que tenía en el aprisco bien guardadas por dos enormes mastines que corrieron hacia él cuando le vieron llegar.

La María comenzó a ordenar todo lo que se había traído del pueblo y el pequeño Angelillo corrió hasta una encina cercana donde había un nido de tórtolas con dos huevos del que, según sus cálculos, estarían a punto de salir los tortolillos. Cuando ya estaba cerca aminoró su marcha y se acercó con sigilo para no asustar a la madre si aún estaba incubando. Por entre las ramas vio la cola del animal en el nido. Sus futuros amigos se estaban retrasando así que se
 marchó sin hacer ruido.

La escuela de Angelillo era la más grande y bonita del mundo. No tenía paredes, puertas, ni ventanas y su techo era el más extraordinario que mente humana pudiese imaginar. No había horarios ni cursos ni evaluaciones. 

Continuamente estaba aprendiendo las lecciones que le daban los mejores profesores del planeta. 

Hoy mismo cuando venía del nido de la tórtola estuvo apunto de pisar sin, darse cuenta, una interminable fila de hormigas en el que cada una con un grano de avena se dirigían al hormiguero para garantizar su alimentación cuando llegaran los fríos invernales. El muchacho estuvo un buen rato contemplándolas y reflexionando el por qué lo hacían hasta deducir que cuando se tiene algo necesario hay que guardar una parte para poder utilizarlo más adelante cuando se tengan dificultades.

Aunque en la escuela había gran cantidad de grandes maestros él siempre prefirió recibir las clases de los animales.

  • La abejas le enseñaron que la laboriosidad, el esfuerzo y la organización eran factores muy importantes para conseguir cualquier proyecto que te propusieras. Detrás de los chozos su padre tenía dos colmenas donde Angelillo se pasaba las horas observando el ir y venir  de los diminutos animales.
  • Las zorras le enseñaron la astucia que hay que tener en la vida. Por muchas medidas que se tomaran en la majada unas cuantas veces al año desaparecía misteriosamente alguna gallina.
  • Una pareja de aguiluchos que tenían su nido en las ruinas de un viejo caserón cercano le daban ejemplo del amor y del esfuerzo que hay que hacer para que los hijos pudieran seguir adelante. Tanto el uno como el otro se pasaban todo el día cazando ratoncillos, ranas, lagartos y otros pequeños vertebrados que llevaban al nido para alimentar a las hambrientas rapaces.
  • Las ovejas le dieron lecciones de humildad, las golondrinas de arquitectura y, en fin, no había ningún animalillo en la finca del que no aprendiera alguna cosa.
La naturaleza le daba las clases de meteorología. Aprendió a distinguir los distintos tipos de nubes y vientos e incluso podía predecir borrascas y tormentas fijándose en el cielo y en la conducta de los animales.

Las matemáticas no se le daban muy bien pero aprendió la numeración contando cada día las ovejas del rebaño para ver si faltaba alguna y por la noche enumeraba las estrellas y luceros poniéndoles nombres para luego jugar con sus hermanos a tratar de localizarlos.
A la luz del candil del chozo su padre le iba iniciando en las cuatro reglas con granos de cebada y sus inicios a la lectura con una vieja cartilla que le había regalado D. Aníbal, el maestro del pueblo. Empezaba con las vocales y  la primera página decía: 

La A de "araña", la E de "elefante", la I de "iglesia" la O de "ojo" y la U de "uña".

La misma naturaleza le regaló un magnífico cuaderno para que fuera haciendo caligrafía y componiendo las primeras palabras. No necesitaba lápiz ni pluma ni goma para borrar. Además sus páginas eran infinitas, no se acababa nunca. 

La vereda que llevaba al chozo era muy polvorienta y en ella con un trocito de palo Angelillo pasaba buenos ratos dándole forma a las letras y escribiendo palabras nuevas. Cuando quería borrar pasaba el pie por encima y listo.

Si el cuaderno se mojaba con la lluvia escribía en el barro aunque luego le costaba un poco más borrar las letras.

La música le encantaba. Su abuelo, que estaba en Benquerencia, le había hecho con una caña una preciosa flauta con cuatro agujeros. El primero era un poquito más grande y se cubría con un trozo de papel de fumar. Al soplar e ir tapando y abriendo los otros agujeros con los dedos el papel vibraba y salían las notas musicales con las que Angelillo entonaba sus canciones o interpretaba algunas que oía tararear a su madre.

Aprendía medicina cuando ayudaba a su padre a suturar las heridas que se hacían los animales o cuando el parto de alguna oveja venía mal y había que ayudarle para salvar su vida. Era un experto en entablillar las patas que de vez en cuando se rompían algunos de los animales de la majada.

Una noche oyeron ladrar a los perros de forma acelerada.
¡¡Los lobos!! 

Salieron corriendo hacia las ovejas dando gritos para ahuyentar a las alimañas.

Encontraron dos ovejas muertas y unas cuantas heridas. Uno de los mastines había desaparecido.

Nada más comenzar a clarear montaron "el quirófano"(una vieja mesa) delante de los chozos y comenzaron a curar y coser las heridas a las ovejas que habían sido víctimas de los carniceros animales.

Cuando acabaron Angelillo salió a dar una vuelta para ver si encontraba al perro desaparecido.

Ya llevaba un buen rato buscando cuando lo vio tendido debajo de una encina. Estaba medio muerto con una enorme herida en el lomo y la barriga rajada.

Regresó corriendo a casa y, como su padre se había ido con el ganado, cogió aguja e hilo y volvió corriendo hacia el mastín.

Con extraordinaria sangre fría empujó los intestinos del animal hacia dentro de la barriga y comenzó a coser su piel con una pericia impropia de un niño de su edad.
Acabada la faena volvió a la casa. En una lata de las grandes puso leche con unos trozos de pan duro y cogió unos polvos blancos que su padre ponía siempre en las heridas que se hacían los animales. 
Regresó al lado del perro que seguía tumbado en el suelo. Le puso los polvos en la herida del lomo y se estuvo con él un par de horas haciéndole compañía.

Llegó su padre con unos trapos y una especie de ungüento que había preparado machacando unas hierbas y añadiéndole aceite. 

Miró las heridas del animal e hizo un gesto negativo con su cara. No le gustaba nada el aspecto que tenían.

Colocó directamente el ungüento en las heridas y le puso encima un trozo de trapo para evitar el contacto con las moscas. Lo ató con unas cuerdas de pita y se marcharon hacia los chozos pues la noche empezaba ya a extender sus brazos.

Angelillo apenas pudo dormir pensando en su perro. En cuanto llegaron las primeras luces del alba salió corriendo para ver el estado en que estaba el animal.

Cuando estaba llegando a él el perro levantó la cabeza y la volvió hacia el muchacho.

¡¡Está vivo!!- gritó Ángel.

Se sentó a su la lado y estuvo un buen rato acariciándolo. Después de comprobar que el trapo que le había colocado su padre se mantenía en su sitio volvió al chozo pues tenía que ayudar en las faenas de las ovejas.

A medio día, como si de un médico se tratara, fue a pasarle visita y llevarle comida y una lata con agua. Lo encontró muy débil y no había comido nada. Pero bueno por lo menos estaba vivo que era lo más importante.

Al día siguiente el mastín comenzó a comer para alegría de
Angelillo que estaba muy preocupado por el animal.

El padre de Angelillo dejó las ovejas que pastaran solas y regresó a la majada ya que, con la ayuda del muchacho, tenían que preparar "el salón" con las dos ovejas que habían matado los lobos.


Una vez quitada la piel y abierta la oveja en canal  le sacaron las vísceras, y con paciencia de cirujanos fueron separando todos los huesos de las patas, manos y costillas, para quedar toda la carne completamente limpia. A continuación envarillaron la carne ya sin un sólo hueso , es decir, le colocaron unos palos de tal forma que quedara totalmente estirada y le pusieron gran cantidad de sal. La
colgaron al aire libre y en  dos o tres días, una vez seco, el salón estaría listo para el consumo. 

Después Rafael le entregó el cuchillo a su hijo que fue el encargado de preparar la carne para hacer el salón del segundo animal. El muchacho prometía.
Cuando viniera el amo le tendrían que entregar los dos salones y las  pellicas de las dos ovejas.

Pasaron dos o tres días y una mañana cuando el muchacho fue a curar al perro vio, con sorpresa, que no estaba debajo de la encina. Por si los lobos habían vuelto de nuevo y habían atacado al mástín estuvo escuadriñando el suelo por si encontraba algún rastro de sangre freca o alguna otra pista. Pero nada.

Regresó a la majada y le contó a su padre lo sucedido. Pensaron que lo más probable era que los lobos habían regresado a matar al animal y lo habían arrastrado hacia el arroyo.

El padre de Angelillo se marcho hacia el aprisco para sacar las ovejas. Al poco rato  oyeron que daba voces y el muchacho salió hacia él corriendo para ver lo que pasaba. Al llegar descubrió el motivo de las voces de su padre. Junto a las ovejas y  moviendo con alegría su cola estaba el mastín.

Cuando pudo moverse en vez de irse a los chozos se había dirigido al aprisco para seguir cumpliendo su misión de defender las ovejas.
¡¡Todo un ejemplo!!

Con los ajetreos del perro Angelillo se había olvidado del nido así que, en cuanto pudo, se fue a verlo. Miró desde abajo y la tórtola no estaba. Se encaramó a la encina y vio que en lugar de los huevos había dos pichoncillos que  empezaron a abrir sus picos cuando acercaba la mano para cogerlos. Después de un rato los dejó en el nido y regresó al chozo. 

Cada día hasta que crecieran lo suficiente para abandonar el nido Angelillo los visitaría provisto con un puñado de trigo para completar la dieta alimentaria a la que los tenía sometidos su madre.

En esta maravillosa escuela no había vacaciones pero si unos días muy especiales que eran esperados con gran impaciencia por Angelillo durante todo el año.

Cada diecisiete de marzo su familia(menos el padre que tenía que quedarse en la majada) regresaba una semana a Benquerencia para celebrar como se merecían las Fiestas del Santo Patrono San José.

Eran muy humildes pero el día diecinueve casi todos iban a la misa y procesión luciendo sus mejores galas y alguno con trajes y zapatos nuevos.


Acabadas las fiestas regresaban a la majada.

Dentro del chozo, a la luz del candil, Angelillo aprendía de sus padres bonitas poesías que luego él recitaba cuando se encontraba solo. El campo era un gran teatro y las numerosas encinas sus espectadores.

Ésta era una de sus favoritas:


ROMANCE DE LA LOBA PARDA

Estando en la mía choza 
pintando la mía cayada .

vide venir una loba 

derechita a mi manada.


Le dije: Loba maldita, 

¿dónde vas, loba malvada? 


-Voy por la mejor cordera 

que tengas en tu manada.


Dio dos vueltas a la red 

y no pudo sacar nada, 

y a la tercera que dio 

sacó una cordera blanca, 

hija de la oveja negra, 

nieta de la oveja parda, 

la que tenían los amos 

pa' la mañana de Pascua.


¡Arriba, siete cachorros, 

arriba, perra guardiana, 

sí le quitáis la cordera 

tendréis la cena doblada, 

mas si no se la quitáis 

cenaréis de mi cachaba! 


Siete leguas la corrieron 

por una vega muy llana; 

al pasar un barranquillo

le echó mano la guardiana.


-Toma, perra, tu cordera 

sana y buena como estaba.


-No quiero yo tu pelleja 

de tu boca baboseada 

que quiero yo tu pelleja 

pa'l pastor una zamarra, 

de tus patas unas medias, 

de tus manos unas mangas, 

de tus uñas tenedores

pa' comer las migas canas, 

de tu cabeza un morral 

para meter las cucharas, 

de tu "jopo" un abanico 

para abanicar las damas.



Angelillo fue creciendo feliz disfrutando del ambiente acogedor de su familia y aprendiendo cada vez más cosas del maravilloso entorno que le rodeaba.
Trabajaba con su padre de sol a sol. 

En el invierno las noches llegaban pronto y como fuera apretaba el frío tenían que recogerse dentro del chozo, cenar a la luz del candil y acostarse en los camastros al abrigo de las mantas.


En el verano todo era muy distinto. Al caer la tarde florecía la vida alrededor de los chozos. Se juntaba la familia y se pasaban los mejores momentos de la jornada. Cada uno contaba sus ocurrencias que hacían reír a los demás. Llegada la noche permanecían fuera del chozo alumbrados por la enorme luna que parecía detenerse para contemplar y disfrutar de la felicidad de la humilde familia.


A una hora prudente, ya que había que madrugar, el padre daba la orden y cada uno ocupaba su jergón de paja dentro del chozo. 

Se levantaban al venir el día. Desayunaban un buen tazón de leche de cabra migada con pan y cada uno marchaba a realizar el trabajo que le correspondía dentro de la majada.


Como esta vida siempre hay luces y sombras nuestro protagonista también pasó momentos muy dificiles en los que sufrió mucho.
Un día vino un familiar de Benquerencia a avisarles de que su abuelo Tomás había fallecido. 

La noticia estalló en los oídos del muchacho como si de una bomba se tratara. 

En unos minutos estaban preparados para regresar al pueblo. Todos menos Angelillo que como el rebaño no podía quedarse solo se había ofrecido a su padre para permanecer en la finca.

Aquella noche, solo en el chozo, no pudo pegar ojo recordando las numerosas y encantadoras vivencias que había compartido con su abuelo al que quería con locura.


Por la mañana se marchó con las ovejas y cuando pensó que sería la hora del entierro sacó de su morral la flauta que le había hecho el viejo abuelo, miró para Benquerencia, y estuvo un buen rato interpretando canciones como homenaje al ser querido que les dejaba mientras unas lágrimas de dolor se deslizaban por su rostro.


-¡¡Descansa en paz abuelo!!- fueron sus palabras cuando terminaron las canciones.


Los tortolillos  ya habían cambiado el plumón y se estaban conviertiendo en adultos. Se atrevían a realizar cortos vuelos alrededor de la encina.


Angelillo continuaba llevándoles su puñado de trigo pero ya no subía al nido sino que ponía el grano en el suelo y sus dos amigos bajaban a picotear. Más adelante llegó a conseguir que comieran en la palma de su mano.


Le encantaba el cosquilleo que se producía cuando el pico de los animales le rozaba al coger cada grano de trigo.


Sentía no poder dedicarles más tiempo pero su padre se enfadaba si notaba su ausencia ya que en la majada el trabajo era interminable.


Una tarde cuando estaban metiendo el rebaño en el redil para que pasara la noche observaron que las ovejas estaban muy nerviosas y que los mastines ladraban de vez en cuando sin motivo aparente.

¡¡Tormenta tenemos!!- Le comentó Rafael al muchacho.

¡¡Pero si el cielo está limpio de nubes!!- Respondió Angelillo.


Los animales son muy listos y no se equivocan. ¡¡Vámonos a los chozos!!-dijo el padre.


Rafael llevaba razón. Un par de horas después, cuanda la noche ya se había adueñado de los chozos, por la parte de Monterrubio comenzaron a aparecer unos enormes y amenazadores nubarrones negros.


Como hacían siempre que había tormenta se acostaron en los camastros, se abrazaron unos con otros con la esperanza de que los nubarrones pasasen de largo.


Al poco rato las esperanzas se desvanecieron. Un huracanado viento comenzó a poner a prueba la estabilidad de los frágiles chozos. Era el preámbulo de la que se avecinaba.


Los truenos cada vez eran más cercanos y potentes.Unos enormes goterones de lluvia comenzaron a golpear sin piedad el techo del chozo. Los relámpagos iluminaban con tanta intensidad que dentro del habitáculo se podía ver como si fuese de día.


Fueron unos minutos angustiosos en los que pensaron que el chozo iba a volar por los aires con el consiguiente peligro de sus vidas.

Poco a poco la intensidad del viento fue disminuyendo, la lluvia se fue haciendo más fina y los truenos se oían cada vez más lejos.
Les envolvió una profunda calma.

Nadie durmió el resto de la noche esperando que llegasen las primeras luces para poder ver los destrozos que la gran tormenta había ocasionado.

Cuando por fin amaneció pudieron comprobar que el chozo mediano donde tenían todas las cosas relacionadas con la comida había desaparecido.
Media encina se encontraba en el suelo con su tronco rajado como si fuera de mantequilla.
Lo peor fue que dentro del aprisco sólo quedaban unas cuantas ovejas porque los animales asustados por relámpagos y truenos rompieron un par de alcancillas y habían salido huyendo.

Angelillo y su padre estuvieron todo el día tratando de recoger las numerosas ovejas que estaban desperdigadas por el campo.

Ya por la tarde las contaron. Faltaban once. 
Rafael estaba muy preocupado por el tema ya que sabía que los animales sueltos eran presa fácil para los lobos.

Al día siguiente se llevó una gran alegría ya que el mayoral de la finca contigua se presentó con siete de las ovejas desaparecidas y poco después otro pastor se presentó con tres.
 El problema se había resuelto pues sólo faltaba una.
Ya con más tranquilidad fueron rastreando el terreno en dirección hacia donde se fue la tormenta y encontraron la sartén y algún puchero a más de quinientos metros de los chozos.

Rafael le entregó un hacha a su hijo diciéndole que fuese haciendo leña fina con las ramas de la media encina que había desgarrado el rayo y dejase los troncos gordos para él. 

Angelillo le obedeció pero antes de empezar la faena se dirigió a la encina don de estaban los tortolillos. Bueno, donde no estaban, porque ya se habían marchado. El muchacho se entristeció. Se sentía culpable porque sabía que en los últimos días los había tenido un poco abandonados y no pudo despedirse de ellos.
Con la esperanza de que volvieran al año siguiente empuñó el hacha y se dirigió a la encina caída.

Uno de los acontecimientos que el muchacho esperaba con ilusión era el cambio de la majada a otra parte de la finca que solía hacerse un par de veces al año. 


De buena mañana comenzaron a llegar los pastores de las fincas cercanas a los que Rafael ofreció unas suculentas migas y unos tragos de vino que le había regalado su amigo Severino que tenía su propia pitarra en Benquerencia "para entrar en calor y reponer fuerzas"-decía la María.

Tuvieron que juntarse tantas personas como piernas tenía el chozo. Se colocaron a su alrededor un poquito encogidos. Cada uno ató una cuerda gruesa llamada "honda" a la base de la pierna que le había correspondido. El otro extremo fuertemente apoyado en el hombro y "a la de tres "todos se pusieron derechos al mismo tiempo y, como si de un paso de procesión se tratara, el chozo se levantó y lentamente comenzó a moverse en direccción a su nuevo enclave.

Siempre se comenzaba por el más grande por si alguno de los vecinos que habían venido a colaborar tenía que marcharse.
Acabada la faena con el traslado de los otros dos chozos la María les obligó a degustar una barreña de gazpacho y unos trozos de morcilla patatera como agradecimiento por la ayuda recibida. 

Por aquellos días en la majada reinaba una especial alegría porque María estaba embarazada y en un par de meses la familia aumentaría con la llegada de otro miembro. De todas maneras tenían previsto que cuando se acercara la fecha María se fuese a
Benquerencia unas semanas ya que dar a luz en el campo podría ser problemático sobre todo si se presentaba alguna complicación.

Pero el destino es imprevisible y una fría noche de enero María comenzó a tener fuertes dolores abdominales. 


 Rafael decidió que tendrían que marchar para el pueblo con urgencia. Ensilló la burra Lela y, a pesar que le noche era de perros y la oscuridad casi absoluta, iniciaron el camino. 


Angelillo les acompañó durante varios centenares de metros y después de darle un beso a su madre regresó al chozo.


Al sufrimiento de María había que sumar el de Rafael al que le era casi imposible avanzar por la estrecha vereda tirando del cabestro de la burra porque era noche cerrada sin luna. 


El frío viento y la oscuridad no tenían piedad de ellos. Y
 para colmo se puso a llover con bastante intensidad.

Hubo un momento que Rafael, impotente, miró al cielo, rezó un Padrenuestro y recitó unos versos de Chamizo que había aprendido de joven:


Señó: tú que lo sabes
lo mucho que la quiero.
Tú que sabes qu` estamos bien casaos,
Señó, tú qu` eres güeno;
tú que jaces que broten las simientes
qu` echamos en el suelo;
tú que jaces que granen las espigas,
cuando llega su tiempo;
tú que jaces que paran las ovejas,
sin comadres ni méicos...
¿por qué, Señó se va morí mi María,
con lo que yo la quiero,
siendo yo tan honrao
y siendo tú tan güeno?

No esperaba que Dios hiciese ningún milagro pero reanudó la marcha con nuevos bríos dispuesto a recorrer el camino  que les faltaba para llegar a Benquerencia  en el menor tiempo posible ya que cada minuto que pasaba suponía aumentar el peligro tanto de la madre como de la criatura.
Ni se pueden contar los sufrimientos que pasaron. Lo cierto es que cuando estaba a punto de venir el día consiguieron llegar al pueblo.
Rafael comentó con María si debían ir al médico o a casa de Reyes que tenía fama y prestigio en las ayudas que voluntariamente ofrecía para traer al mundo las nuevas criaturas.
María prefirió a la "comadrona" así que continuaron carretera adelante, subieron unos metros por la Calleja y llamaron a la puerta de la Reyes.

La dueña de la casa les hizo pasar  y les invitó a que se sentasen al lado de la lumbre en la que aún humeaba encendido un enorme leño de encina. Puso encima de él un poco de leña fina que con la ayuda del soplillo comenzó a arder en pocos segundos. 
Le dijo a María que se quitase la ropa que traía empapada y la arropó en una vieja pero limpia manta. 

Colocó al lado del fuego un recipiente con agua para que se fuera calentando e hizo pasar a la dolorida mujer a una habitación contigua a la cocina. Rafael se quedó fuera atizando la lumbre y pidiéndole a San José que le echara una mano a la Reyes para que todo saliera bien.

Pasaron unos  minutos interminables hasta que el silencio se rompió con el agudo llanto de la criatura que acababa de venir al mundo.
Rafael dio un salto y entró en la habitación. En ese momento la Reyes estaba entregando el recién nacido a María. Llorando de emoción el padre se abrazó a ellos, miró al Cielo en señal de agradecimiento  mientras que por su mente pasaron en unos segundos las secuencias de lo que habían tenido que sufrir hasta conseguir llegar a este maravilloso momento.

Una vez que la Reyes terminó de adecentar a la parturienta cogió el puchero que siempre tenía al calorcillo de la lumbre y, con su acostumbrada tranquilidad, preparó tres generosos tazones de café con leche mezclados con pan que ella misma había cocido el día anterior en su horno. Una especial alegría se dibujaba en los rostros de las tres personas.

Por la tarde María, Pedro y el niño regresaron a la casa familiar a la que tardaron bastante tiempo en llegar ya que cada persona con la que se cruzaban los paraban para darle la enhorabuena y para ver al niño. 
A la mañana siguiente Rafael emprendió el regreso a Cabeza del Águila.
Angelillo se llevó una gran alegría cuando su padre le comunicó que tenía un hermanito y que tanto el niño como su madre estaban perfectamente.
Los días y meses fueron pasando y llegó la primavera. 
Un día Angelillo se dio cuenta de que un par de tórtolas se habían posado en le encina donde estaba el nido el año anterior.

En corazón le dio un vuelco. Fue al chozo y cogió un puñado de trigo. Se acercó lentamente a la encina para no espantarlos pero cuando ya estaba cerca los animales, para disgusto del muchacho, emprendieron el vuelo.
Angelillo tenía una corazonada así que se sentó debajo de la encina. Unos minutos después las dos tórtolas regresaron y se posaron en el árbol. Comenzó a hablarles y les enseñó el trigo en la palma de su mano. Los dos animales bajaron al suelo y poco a poco se fueron acercando hasta comenzar a picotear el trigo en la mano del muchacho. 
¡¡Eran ellos!!. ¡¡Bienvenidos a casa!!

Fueron pasando los años y nuestro protagonista seguía aprendiendo y formándose en la maravillosa escuela en la que el destino le había colocado.
Fue aprendiendo a ordeñar las ovejas,  hacer el queso con su leche y todas las sacrificadas faenas que había que hacer en la majada. Hasta su padre empezó a darle las primeras lecciones de esquileo.

Le cambió la voz y se dio cuenta que empezaba a salirle barba. Sin duda se estaba convirtiendo en un hombre.

Llegaron las fiestas de San José y su padre, como era de costumbre, llevó al pueblo a la María y a sus dos hijos para que pasaran allí los tres días de los festejos.

Angelillo esos días se lo pasaba fenomenal participando activamente con sus amigos en todos los eventos que se celebraban. 
Una noche se decidieron entrar al baile del casino del Niño para curiosear un poco.
El local estaba muy animado y repleto de gente . Numerosas
parejas bailaban las melodías que interpretaban tres músicos subidos en una tarima.
Ángel se fijó en una muchachita delgada, con larga melena y ojos azules  que en ese momento estaba bailando un pasodoble con una amiga  al fondo del salón. La conocía de haberla visto por Benquerencia cuando era más cría pero ahora estaba convertida en una chica encantadora.
Tuvo unos minutos de indecisión porque le daba un poco de vergüenza pero al final se armó de valor y se dirigió a ella para sacarla a bailar.
¿Bailas?- le preguntó el muchacho.
No, estoy muy cansada. - respondió Manuela con una sonrisa.
Angelillo no insistió más y se fue con sus amigos al mostrador del bar donde tomaron unas gaseosas.
El último día de las fiestas estaba Angelillo tratando de romper una cinta en la caseta del tiro cuando vio pasar a Manuela con unas amigas . El corazón le dio un vuelco y el plomo que disparó en esos momentos salió tan desviado que impactó a más de un palmo del blanco.
Cuando terminó de romper la cinta recogió el premio(un llavero con un pequeño perro de peluche) y se marchó con su amigo Emilio en la dirección que había visto pasar a Manuela.
Encontraron a la muchacha comprando unas chucherías en la puerta de la Loreta. 
Angelillo se puso al lado de ella y comenzó a hablarle en un tono muy suave y cariñoso. Manuela no sólo le contestaba sino que permitió al muchacho que la acompañara a su lado durante el paseo que hicieron recorriendo la tiendas.
Por la noche estuvieron bailando. Cuando llegó la hora de irse a dormir Manuela se marchó del baile con sus amigas. 
Llevaba en la mano un llavero con un perrito de peluche.
Angelillo no lo sabía pero ese había sido el primer día de una gran relación que duraría toda una vida.

Un día, nada más llegar a Benquerencia, Ángel fue a visitar a Manuela y estuvo hablando con los padres de la muchacha pidiéndoles la mano de su hija. La respuesta, como era de esperar, fue afirmativa ya que la familia del chico era muy respetada y querida en el pueblo. Luego salieron a dar un paseo a la carretera hasta que se hizo de noche. Subieron por la Calleja y siguieron paseando en la calle del Polvo hasta que cerca de las doce regresaron a la casa de la muchacha donde estuvieron un buen rato en su puerta. Tuvieron que despedirse porque era muy tarde y Ángel se marchó a la casa de sus abuelos.
Al día siguiente regresó a Cabeza del Águila para continuar su vida en la majada.
A los pocos meses Ángel y Manuela se casaron.

Los años fueron pasando y las condiciones impuestas por el amo se fueron endureciendo debido a que la crisis económica de los años sesenta también afectó en gran manera al campo y, por supuesto, los pastores fueron unos de los más perjudicados.

Empezaron a llegar varios hijos que crecían sin poder ir "la Escuela".
Ángel y su familia se dieron cuenta de que la etapa de pastores estaba llegando a su fin y el momento de buscarse la vida de otra manera había llegado. Querían encontrar una nueva vida para sus hijos. Así que decidieron unirse a la larga lista de benquerencianos que por aquellos años tuvieron que abandonar el pueblo.
En la puerta del chozo Ángel estuvo recordando las secuencias de su vida desde que llegó a la majada con muy poquitos años hasta hoy, que ya todo un hombre, tenía que abandonarla en busca de nuevos horizontes para su descendencia. Estaba contento porque sus manos no estaban vacias. 
Después de sacar las mejores notas en "su Escuela" se había doctorado en la Universidad de la Naturaleza con la calificación de  "Cum laude". El campo había hecho de él un hombre sencillo, honrado  y cabal capaz de valorar los mínimos detalles y enjuiciar las cosas con la sabiduría de un anciano. No tenía envidia de nada y, por encima de todo defendía el respeto y la unidad familiar. Con este curriculum seguro que no le faltaría trabajo en cualquier sitio que lo presentara.
Ángel y su familia decidieron probar suerte en Madrid. Nada más llegar se colocó en una portería donde estuvo hasta su jubilación querido y respetado por todos los vecinos del inmueble. 

Hoy sus hijos tienen magníficas carreras gracias al tesón y al esfuerzo de este entrañable pastor benquerenciano.
D. Ángel conserva su casa en Benquerencia y en la época de verano lo podemos encontrar echando su partida de cartas en la Cafetería San José.


Este capítulo es un homenaje a los numerosos pastores benquerencianos por los esfuerzos que hicieron para sacar sus familias adelante. Cualquiera de ellos podía ser Angelillo.

Pongo algunos de sus nombres que recuerdo desde mi infancia:

Tomás, Ángel y Manolo de la Clemorisa.
Quico, Claudio y José "de Moroto"
"El Cabo", José y Rafael de la "Chica Rabona"
Manuel "el Navero" padre e hijo.
Manolo y José de la "Tía Curra".
Juan Manuel Caballero "Carrasco".
Manolo de Sanguino.
Emiliano "el Salao".
Francisco Dominguez(padre e hijo)
Máximo Matías.
Marcelino y Juan Aº Matías.
Calixto, Rafael y Daniel "de Calixto".
Manuel "el Machorro".
Santiago Paredes "Capullo".
Marcos Arias.
Luis Tena
Momo y Pepe "de Canela"
Pablo y José de Molina
José de la Rogelia

Y otros muchos que en este momento no recuerdo cuyos nombres incorporaré a esta lista si me los enviáis.

FOTOS RELACIONADAS CON EL CAPÍTULO
Pablo de Molina,Juana del Maestropala y
Quico de Moroto





No hay comentarios:

Publicar un comentario